quarta-feira, 21 de janeiro de 2015

"... despedida de un suicida"



Mi Nombre es Nadie

Carta de despedida de un suicida

A diez años de la muerte de Kurt Cobain

Por Jorge Enrique Abello






Cuando levantó la cabeza ella ya estaba allí; La dama blanca terminó de acomodarse y se sentó frente a él. Hacía días que no se veía las caras, hacía años que él no miraba su rostro en un espejo, hacía sólo un rato que se había dado cuenta que el tiempo se había terminado y que la banda de músicos había decidido tocar hasta la madrugada, mientras el agua terminaba de hundir el barco. El recital seguiría en el fondo del mar, lejos de casa, entre medusas y esponjas gigantes, entre belugas y coral muerto, la caricia del silencio haría más amable lo eterno de su despedida.

No había ya nada atrás, el pasado eran sólo murmullos que se agolpaban en la puerta del garaje queriendo entrar; él la había cerrado bien y no lo iba a permitir, no volvería a abrirle la puerta a aquel pequeño niño de siete años que le daban droga para quedarse quieto, para no ser el raro, para amarrarse los zapatos"bien", como lo hacen los otros niños que no importunan a nadie pero que aprenden desde temprano a odiar.

Golpeaba la puerta también el jorobado, el monstruo adolorido que como todos los freaks no se pierde fiesta, quería entrar y sentarse allí en medio de los dos y mostrar ese tumor calcificado que le rompía el lomo y enquistaba en las tripas, de la mala leche que le inflaba el estómago como un balón ortopédico, de los erizos que le corrompían las entrañas y se las devoraban hasta obligarlo a gritar como un cerdo desangrándose mientras todos aplaudían el hálito de oro en su voz de ángel.

Estaba "ella", Eva o demonio, corriendo alrededor de la casa, con su pequeña hija de la mano, buscando patear la puerta con sus piernas de porcelana, buscando los picaportes para romperlos con sus manos minerales, para quemarlo todo con su aliento de fuego y al fin entrar y tomarlo entre sus brazos llenos de escamas y apretarlo y matarlo de asfixia como años antes y con dulzura ya lo había hecho mamá, con todo el amor de que es capaz una mujer...

La última llovizna de la madrugada estaba terminando de caer y mientras todos querían entrar, ellos dos seguían allí, el uno frente al otro, mirándose a los ojos, embelesados, sin melancolía, sin sueños, por que eso es la vigilia, el puente entre la razón y la pesadilla, la certeza de pertenecer y habitar como ningún otro ser humano puede, dos mundos al mismo tiempo. Años atrás, cuando importaba, alguien muy preocupado le había dicho que eso se llamaba esquizofrenia y que al igual que el dolor se curaba con droga... pero droga para qué, pensaba él, que lo único que quería era luchar para estar despierto, para ver una y otra vez la caída del sol sobre el cielo industrial de Seattle, para ver correr a Frances por entre los cerezos en medio de risotadas y besos, para rasgar la guitarra de madera hasta el alba, con los ojos apretados como puños y las pupilas como caminando para adentro buscando a ver qué es lo que palpita entre el pecho.

El primer pájaro de la madrugada cantó la canción del "hombre muerto que camina" y la dama blanca sonrió y se levantó de su silla sin tocar el suelo y flotando se acercó hasta él y le brindó el arma, el acero helado, el dolor perpetuo y con un beso en la frente se despidió. Nunca más se volverían a ver, nunca más se citarían a duelo, ya no volverían a encontrarse para jugarse el azar, esa madrugada Kurt Cobain supo que había perdido la vida, abrió la boca como para entonar la despedida y antes de poder emitir alguna nota se disparó en la cara y cayó sobre su espalda para no levantarse jamás.

Aún hoy, después de diez años, no pudo con su acto detener la pesadilla, aquí seguimos todos, antropófagos y caníbales, comiendo de sus entrañas y el mundo sin él no será ningún Nirvana.



©2 0 0 4 Revista Rolling Stone Colombia Marzo 2 0 0 4




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