domingo, 11 de janeiro de 2015

En" Nueva York"


En el año 2003,
Jorge Enrique Abello escribe
para la revista GatoPardo (Colombia),
el siguiente artículo: 



“New York...New York! cantaba Liza Minelli en body de sacoleva y medias veladas color noche, abrazando con las pantorrillas la realización de un sueño... y Nueva York... Nueva York canté yo destemplado viendo cómo ese sueño se me convertía en pesadilla.

Todo comenzó en un aburrido abril de 1985 en Bogotá, las lluvias se habían adelantado a los pronósticos del tiempo con sus aguaceros filudos de salida de la función de las tres de la tarde.
El Teatro Almirante en sus últimos estertores filmográficos aún presentaba su ciclo anual de Woody Allen. Allá íbamos siempre los mismos cuatro gatos a reírnos con el “pequeño judío pelirrojo” y su paranoica mirada del mundo y allí, junto a él, descubrí por primera vez: a Nueva York.

A través del ojo de buey de una cámara Panavision de 35 mm, manejada magistralmente en blanco y negro por Gordon Willis, al ritmo de Rapshody in Blue y del mismo Allen. Era Manhattan, de 1 hora 36 minutos, la obra maestra del creador de Zelig y Sleeper.

El trampolín para Mariel Hemingway, diosa con senos de durazno de los años ochenta, y la impronta imborrable y andrógina de la bella Diane Keaton.

Al salir quedé prendado del afiche de la película y en medio de las luces parpadeantes que lo rodeaban soñé que el puente de Brooklyn era infinito, la niebla tapaba la otra orilla en la foto, pero era infinito.

Algún día estaría en Nueva York, sentado en una banca en la ribera del Hudson con el aire pegándome en la cara y media sonrisa de villano entre los labios, sintiéndome “El enemigo público” número uno. 

“Ya lo verán todos”, me dije; pero qué lejos estaba esa tarde de mayo de 1985 de mi primer viaje a la esquina del mundo. 

El tiempo pasó y mis referencias de la Gran Manzana fueron creciendo como las ilusiones de fuga en un cautivo. 

Diez y seis años después, indigestado ya por los cines, el periódico y la televisión, me lancé con mi esposa a ese lugar común de mis sueños que compartía con millones de personas tan poco originales como yo.
Sentados con tiquete de primera en un avión de cuarta y con atención de quinta en una aerolínea gringa cuyo nombre mi memoria olvida, recordé que a veces uno debe salirse de sí mismo para verse y reconocerse. 

“Qué mejor lugar que un avión para hacerlo me dije”. Lo hice y ¡ Oh sorpresa!... se me notaba el subdesarrollo, no “la tierra”, de la cual me siento orgulloso, sino el subdesarrollo.

Parecía muñeco de ventrílocuo en tierra de gigantes, todos eran enormes y serios.

En todo el vuelo el único comentario que se escucho fue el de un coreano en la parte trasera que celebró con un eructo la champaña con jugo de naranja y el maní que nos dieron en la entrada.

El cielo sobre la confederación se extendía azul, azurro, como dicen los italianos, resplandeciente, y ahí estaba yo, volando hacía Nueva York, con media Norteamérica a mis pies (momento único y feliz) y mi inglés de colegio bogotano: pollito; chicken, esfero; pen. “ Soy el rey del mundo”, dije en voz baja, emulando a Leonardo Di Caprio en una ataque de cursilería.

Pero como dice Aristóteles: “ La alegría está a un paso de la tristeza”. Y ahí también estaba yo... cordilleras de nubes se enredaron en el cielo, monstruosos cúmulos nimbus nos rodearon en un momento y, como Di Caprio, naufragamos en picada balanceándonos en la tormenta.

Parecíamos un calamar gigante buceando en un mar de tinta sin ver absolutamente nada.

Nos avisaron que estábamos a punto de aterrizar, pero yo aún no veía nada. Ni rascacielos, ni puentes ni avenidas, nada, sin novedad en el frente.

Tomé la mano de mi mujer aterrado, sumido en la oscuridad de la turbulencia y me asomé a la ventanilla que, para los que le tenemos miedo al avión, es el equivalente a meter la cabeza en las fauces de un tiburón blanco.

Busqué por todas partes la ciudad mientras descendíamos, pero nada otra vez. En el jet todos mascaban chicles, impasibles, mientras yo trataba de buscar un lugar donde aterrizar lo más rápido posible.

De pronto y a lo cowboy, el piloto puso el avión en la pista o más bien depuso el avión en la pista porque lo mandó a toda madre contra el pavimento.

La pesadilla había terminado, la portezuela se abrió y por fin sentiríamos el romántio aroma de Nueva York y nos embriagaríamos de Chanel No 5.

Treinta minutos después, hipnotizados frente al sinfín de las maletas y en medio de la bruma inodora que produce una tormenta cuando se acerca, confirmamos lo peor.

Las maletas se habían perdido, nuestro equipaje había tomado un destino diferente al de nosotros y a esa hora seguro estaría viajando hacía el Yukon o El Paso, huérfano de quienes lo necesitábamos tanto, Noventa minutos (como un partido de fútbol) tardamos en ponernos de acuerdo con la encargada del equipaje y su plano escalextric con mil doscientas formas de maletas diferentes.

La verdad, para ese momento, yo sólo quería hacer un retrato hablado del idioma de la aerolínea que no había mandado nuestro equipaje. 

Cadena perpetua para ese infame monstruo que me había dejado en pelota “ad portas” de mi sueño. 

En fin, con las manos vacías y camino al exilio en nuestra ropita veraniega tomamos un taxi. Un instante después de tocar la calle pensé: “ Walt Disney es un mentiroso”; que en primavera brilla el sol sobre las copas de los árboles, que los pajaritos revolotean enamorados en torno a Bambi alentados por un Cupido.Nooo... el frío nos calló la boca y nos rajó el alma.

Rápidamente nos subimos al primer taxi de la fila y nos dirigimos a Time Square en el corazón de Broadway. Teníamos reserva en el Marriot Marquesse del centro.

Totalmente desorientados y al mando de un guía indio de turbante y parloteo jeringonza nos adentramos en ese gusano enorme que es Manhattan.

Asomados por la ventana del auto en la ciudad de los rascacielos no pudimos ver ninguno, la niebla tapaba sus cuerpos de acero y concreto como si fueran montañas, apenas se distinguían las luces de los semáforos y nuestros ojos chinos de incomprensión,

“¿Dónde está Nueva York?”, me preguntaba frente a la puerta giratoria del hotel que me tocaría tomar por asalto para poder entrar sin chocar contra sus paredes de vidrio.

“¿Dónde estoy yo?”, me pregunté ya adentro del hotel colgado de una escalera eléctrica diseñada como por Echer y rodeado por cientos de muñecos de gabardina, paraguas y diario vespertino con la seguridad de saber para donde iban. 

¿Qué significa este cuarto?, impersonal, oscuro, de nevera encadenada a la pared y con vista al parqueadero. 

¿Por qué no revisé Lonely Planet antes de venir acá? 

Porque no iba para Kenia me dije, iba a la mamá de las ciudades del mundo, allá todo estaría escrito, dado y el clic sería inmediato. 

¿Qué paso?...

Sin lavarnos los dientes y con el ánimo por el piso decidimos hacer un reconocimiento del terreno. Eran las cinco de la tarde sobre Times Square, los avisos de neón ya estaban prendidos y relampagueaban en la superficie de los charcos. 

Todos los taxis de la gran ciudad se habían dado cita en esa calle y se arrumaban haciendo sonar las cornetas en la frontera de los pasos cebra. 

El edificio de Nasdaq viajaba por el tiempo ante nuestra mirada, mientras una pantalla electrónica sacada como de Blade Runner dejaba caer en croll un letrero que decía:

“Usted es el eslabón más débil”. Un bálsamo para el alma el letrerito, especialmente para mí que no era él más débil sino el eslabón perdido. 

La depresión aumentaba como el flujo de gente. Ya a las cinco y treinta entró a esa esquina la persona número ocho millones y quedamos todos cuerpo a cuerpo, arrastrados hacia el sur sin apoyar los pies en medio de la multitud. Varias cuadras después pudimos asirnos al paraguas de un puesto de perros calientes manejado por un iraquí tuerto y así, en medio de la multitud, descubrimos el “hot dog con mostaza Dijon”. Ah cosa buena; ah, manjar de los dioses, “give me other, and other, and other”. El hot dog del iraquí nos llenó de fuerza, de esperanza, andaríamos por las calles arrastrados por el viento, mas no por el tumulto, sin miedo a la tormenta, sin cara de turista japonés, como paridos en esas calles. Times Square se apoderó de mí, de mis pasos y no tuve otro remedio que sacar a ese Tony Manero que desde los años setenta me habita. Con movidito de hombros, nalga apretada y brincadito al caminar hice de mi boca un pico y por la misma avenida de Fiebre de sábado en la noche caminé a la John Travolta con el zumbido de los Bee Gees en mis oídos. En las vitrinas se reflejaba mi andar “Disco” desaparecido hace dos décadas y ahora de retro gracias a mi inspiración. Me detuve frente a una tienda de MTV para peinarme el copete mientras sonreía a media cara y en el reflejo del vidrio regresé al presente. A mis espaldas dos mastodontes le dieron fin a la película. Vestidos de sudadera y cargados de oro me miraron impasibles. Sus puños apretados me convencieron de que Travolta había envejecido y que ya no era creíble. Sus pañoletas del mismo color vaticinaban lo peor, había llegado a territorio de pandillas con mi caminadito maricón. Suavemente y como si me encontrara en Bogotá me di vuelta y saqué la billetera lentamente del bolsillo para entregarla y no ser golpeado. “ Donde estos me toquen, me matan”, pensé temblando. Uno de ellos el más bajito, movió sus 130 kilos hacía mí y en la cara, que yo ya veía en franca reconstrucción, me dijo:
-Armando, mami siempre ve tu telenovela, se llama Rita, y es de Puelto Rico...que si le mandas un autógrafo. Mi hermano Walter y yo nunca nos la perdemos, ¡qué incordio eres chico!
Qué vergüenza, qué falta de cortesía, usé la billetera como apoyo y les firmé el autógrafo a esos pobres muchachos víctimas de mi malicia indígena para que se lo llevaran a su mamacita. ¡Qué paradoja!, no sólo yo desconfiaba de la ciudad, ahora la ciudad desconfiaba de mí, era mejor para el guerrero irse a reposar y esperar el alba del nuevo día y así lo hice.

Nuestras maletas llegaron al hotel, con gran alborozo nos vestimos de invierno con chaquetones y bufandas y como en un cuento de Navidad de Dickens salimos a la aventura nuevamente. La ciudad estaba helada, nadie se había movido de su puesto, ocho millones de almas seguían paradas en la misma esquina. Sólo nosotros dos teníamos rumbo fijo: el Guggenheim Museum era nuestro siguiente objetivo. Compramos los tiquetes del bus a sesenta y cuatro dólares!, ¿a qué hora sucedió esto?, ni que nos fueran a llevar en helicóptero, pero ¿cómo dejamos que esto pasara?, era el pasaje de autobús más caro de la historia y lo pagamos muertos de la risa, inocentes, incautos, pero ¿acaso los ladinos no éramos nosotros por tradición?, ¡qué despropósito! Tuvimos que esperar media hora en medio de un tráfico infernal dirigido como por un epiléptico para darnos cuenta de que lo que habíamos comprado era un tour por Harlem que terminaría en el museo. De micrófono en mano, mirada fría, encías grandes y rosadas, la directora cincuentona de la excursión me escogió a mí como el más aplicado de la clase y me dedicó su perorata turística sin descansar. Su voz era de ratón de tira cómica y sus cejas se arqueaban como un puente levadizo para subrayar cada maravilla arquitectónica de un Harlem fantasmal y rezagado por el tiempo. El fastuoso bus rojo se detuvo en un mercadito árabe y nos invitaron a bajar y comprar algunos souvenirs. Presos del miedo ante la mirada desértica y cóncava de los vendedores de la kermesse de Oriente medio, decidimos no bajar, ninguno se parecía a “ Los trotamundo de Harlem”, o a Ella Fitzgerald y mucho menos al carismático “Satchmo”, más bien parecían guardias del sheik con las caras largas por la pérdida de su camello preferido. Me sentía como una foca vieja abandonada flotando a la deriva, esperando divisar una isla para comer y pernoctar o una orca para acabar de una vez con tanto sufrimiento. Como tres horas después y con el estómago pegado al espinazo apareció mi isla: el Gunggenheim, maravilla del mundo moderno, guardián de los tesoros del arte contemporáneo, vestido de blanco como el castillo del rey Arturo en Camelot y con su infaltable carrito de perros caliente al lado, el cual atacamos como bucaneros hambrientos. La tarde se abrió paso entre las nubes trayendo un sol anacrónico de verano, bello pero sofocante. Sudorosos y abrigados como para un viaje a la luna caminamos como astronautas sin gravedad en el interior de ese caracol que aloja a Picasso, Chagall, Pollock, Warhol, Lichtenstein y lo mejor de la vanguardia del último siglo. En la ciudad del futuro habíamos hecho un viaje al pasado. Me sentía tranquilo por fin, es esa ciudad sin raíces, viajando en taxi por calles de perspectiva infinita y con la nuca petrificada de mirar hacia arriba para ver si descubría dónde terminaban los edificios y comenzaba el cielo. Pero el cielo en Nueva York se encuentra en sus teatros, plagados de estrellas anónimas, de soñadores y de verdaderos actores que se alejan del cinematógrafo para sentir otra vez la respiración de la gente en la oscuridad. Allí quería estar yo, en medio de esas constelaciones. Codo a codo con Pacino, con De Niro, Spacey o Sinise, que estaba de temporada en ese momento, pero no había boletas, tocaba reservarlas con tres meses de anticipación, todo lleno hasta las banderas, un banquete ante mis ojos y yo sin invitación. Cabizbajo, me mezclé con el rebaño de ovejas y me fui a ver “ El Fantasma de la Ópera”-el lugar común-. Con boleta revendida, puesto esquinero y visión parcial de columna, me senté con los demás turistas japoneses para ver la historia de ese depravado de capa que oculta la monstruosidad de su cara tras su máscara de cartón piedra. Odio los musicales porque soy sordo y porque no entiendo qué hace la gente cantando como loca en medio de la vida real. Pero lo que verdaderamente me pudrió la sangre es que me gustó, hasta me sentí identificado, compré el disco como todos al final y se me aguaron los ojos cuando cayó el telón, pobre fantasma, hasta mejor que me hubiera cantado sus penas, no hubiera soportado una obra experimental con semejante drama a cuestas. Por ahí nos fuimos tarareando en la calle el tema principal, buscando algún restaurantico donde comer y lo encontramos, se llamaba Sardys y no se merece el diminutivo. Es el restaurante de los actores en Broadway. Quien es famoso tiene su caricatura en Sardys. Afortunadamente me encontré con un mesero colombiano que me reconoció y me dio la mesa del señor Pacino que esa noche no iba a comer por allá –fue lo más cerca que estuve de él-. Para qué digo mentiras, me sentí como un dios, se me olvidó todo lo malo que había pasado y ebrio de las conquistas de ese día me fui a dormir. Al otro día salí a la calle, veterano, con caminado vaquero, los ojos tras las gafas oscuras a lo Eastwood, o ellos o yo, pensé, en este pueblo chico yo soy el más rápido. Casi me toca comerme mis palabras al almuerzo. Fuimos a un restaurante italiano llamado Guinos en busca de su famosa “Salsa sorpresa” que nos había recomendado un amigo. Los dueños de la trattoria parecían Sopranos; ojeras largas, piel verde, mirada vidriosa y manos de carnicero. Todo esto enmarcado en un papel de colgadura de caballitos rojos, rucio por los años. No nos quitaron la vista de encima, al mesero del lugar no le gustó nuestro acento y mucho menos que estuviéramos averiguando por la “Salsa sorpresa”, le parecimos sospechosos y él mismo escogió nuestros platos que en un par de minutos estuvieron listos con postre, café, cuenta y todo, mientras que las otras mesas eran atendidas como en cámara lenta, con sonrisas fraternales y venias, un vinito cortesía de la casa, café árabe para la mesa cuatro y un taxi para los infiltrados de la mesa trece. El restaurantico familiar atendido por su propietario fue un drive thru de lo más veloz y hasta hoy una gran incógnita en nuestras vidas. Que el MOMA, que el Metropolitano. De “Noche Estrellada” de Van Gogh a los pequeños formatos de Vermeer; tumbas egipcias, armaduras antiguas, Nenúfares, Señoritas de Avignon, los de La Guarda con sus delirios del cielo, Chagall y sus mujeres azules, el barrio chino y sus mujeres amarillas, Soho con Marylin y desayuno casero, el Village con su calle de los zapatos, las galerías con sus vendedores postmodernos de voz grave y mirada metalizada. ¿A cuánto este cuadro? -A doscientos. -No me alcanza ¿no le puede rebajar? -No, pero se lo tengo exactamente igual pero más pequeño...¿Se lo lleva? -No, gracias pensamos que era un original -Lo es... -(¿?)

Habíamos pasado una semana mordiendo la Gran Manzana, extraño lugar que rompía la regla, aquí los edificios hacían la ciudad, no las personas, ellas sólo parecían habitar su soledad y su propio afán. Al fin pude conseguir boletas para la filarmónica que esa noche, nuestra última noche, se presentaría con un concierto de Tchaicovsky y un artista contemporáneo desconocido. Elegantes para la ocasión llegamos al Lincoln Center, donde en la Ópera se presentaba Plácido Domingo con Falstaff y aún había boletas revendidas. Lo dudamos por un instante, pero nos ganó la flema bogotana. Qué arrepentimiento, lo de Tchaicovsky fue aburridísimo y para poder aguantarse completa la obra tocó empacarse tres vodkas, “Wooong...tuuun...piii... furururo, furururo”, tocaba la orquesta mientras yo cabeceaba. Después de hora y media de ruiditos inconexos el geriátrico público que nos acompañaba y yo fuimos despertados por un coro de cómo ciento cincuenta personas que al unísono cantaron en un lánguido do “ I love you” y finalizaron la pesadilla.
Siete meses después a las 8:30 am me desperté con la noticia de que Nueva York había sido atacada, CNN mostraba desde un hermoso ángulo de la estatua de la Libertad cómo colapsaban las Torres Gemelas y atónito me di cuenta de que nunca conocí ninguna de las do edificaciones. El World Trade Center ya no existía y yo ni siquiera lo había visto cuando seguramente lo tuve en mis narices.
Un comando fantasma le había ganado la guerra a Estados Unidos y todo su poderío en quince minutos fulminantes y con un cortaúñas. ¿En qué ciudad había estado yo?, me pregunté. Desesperado y confundido corrí al viejo Teatro Almirante en busca de respuestas, pero allí ya no había nada, el cinematógrafo había sido derruido y en su lugar se había erigido un supermercado de cadena. El orden mundial había cambiado, las palabras ciudad y terrorismo tenían otro sentido, el lugar más seguro del mundo ya no lo era, sólo atiné a preguntar: ¿La estatua de la Libertad, por favor? Y aún hoy no tengo respuesta."

Revista GatoPardo Colombia 14 Mayo 2003
(Transcripción Foro Comunidad Oficial Jorge Enrique Abello, 2007)


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